Hace poco aprendí a montar en bici sin manos. Para alguien de naturaleza torpe como yo es todo un hito sólo al alcance de la volea de Zidane o la llega del hombre a la Luna. Andar en bici con los brazos al aire es lo más parecido a volar que he experimentado. Sinónimo de libertad.

Lo curioso es que esa sensación de libertad, esa felicidad, ya no la experimento tanto. Ahora que he aprendido estoy más pendiente de recorrer el máximo carril bici posible sin manos que de disfrutar de lo aprendido. Sin quererlo, la felicidad se ha convertido en obligación.

De ahí que tome últimamente prestada la definición de felicidad que utilizó José Luís Garci en un episodio del podcast Hotel Jorge Juan. «La felicidad es una ráfaga» dijo el director. Cuánta razón. Cuando estamos siendo felices no somos conscientes porque simplemente disfrutamos el momento. Da igual cómo estés anímicamente, en ese instante sólo estás siendo feliz, pero no lo sabes del todo.

Somos felices a diario. La verdadera felicidad aparece en pequeñas dosis. A veces nos sabe a poco, pero es imposible vivir en un verano eterno, por lo que ser feliz todo el tiempo le quitaría la importancia que tiene la felicidad en nuestras vidas.

Hago un ejercicio de memoria para recordar días felices, pero sólo recuerdo momentos. Me cuesta mucho encontrar días perfectos. Aun así encuentro esos chupitos de felicidad fácilmente en mi memoria.

Un birdie en el primer hoyo. Cantar por Rocío Dúrcal con mi amigo Edu de madrugada por el carril bici. Las bienvenidas de los perros de mi hermano. Cantar con mi madre en un concierto de su grupo favorito.

A veces creemos que nuestra vida podría ser mejor porque no somos felices todo el tiempo. Que hay veces que estamos mal y queremos estar bien siempre. Qué error. A nadie le gusta la comida salada de más. Con la felicidad pasa lo mismo.


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